Duerme, que viene el coco

martes, 10 de octubre de 2017

El crimen de Coín

Corría el año 1892 en Coín. En un molino a orillas del río Pereyla, cerca de la ermita de La Fuensanta, vivía un anciano sacerdote, Juan García Collet. Era muy querido por todos los coínos.
Para llevar a cabo sus labores le ayudaba Antonio Barea, mientras que para el cuidado del molino contaba con Juan Porras Sánchez, al que llamaban «El Espartero», su mujer, llamada Francisca Villalobos, los dos hijos del matrimonio, Juan y Manuel, y su sobrino, Juan Bernal, conocido como «El Guareño».
«El Espartero» andaba escaso de recursos, por lo que decidió que para salir de su situación no le quedaba más remedio que robar:

— Así no podemos seguir. Necesitamos guita pa salir pa´lante. Somos muchas bocas, y a este paso nunca tendremos de . Algo hay que hacer, y creo que la solución a nuestros problemas está en robar al cura. Ése tiene que tener bastante dinero en su casa.
—Padre, yo lo veo complicao. El cura casi nunca está solo, siempre está el Antonio cerca.
—Deja eso de mi cuenta, que ya casi lo tengo tó apalabrao.

Decidieron que el día ideal para llevar a cabo su plan, una vez convencido el criado, era el 6 de enero de 1893. Armados con una escopeta de caza, navajas y cuchillos, llegaron a la casa. Sin dudar un instante, abrieron la puerta de par en par de un empellón.
El sacerdote, indefenso y paralizado por el medio, no pudo reaccionar ante aquel ataque. Lo ataron con unas cuerdas y le dispararon un tiro en la boca, sin darle tiempo a soltar un sólo alarido de dolor, pues el disparo lo mató al instante.

—¡Vamos, ayudadme! Tenemos que dejar esto como si hubieran estado por aquí los contrabandistas. Tirad todos los muebles por el suelo, romped la vajilla, abrid cajones y sacadlo todo.

Cuando terminaron de desordenar la casa, salieron de allí por separado. Juan Porras decidió ir antes al molino a cambiarse de ropa, pues estaba manchada de sangre. En su loco y nervioso caminar, no se percató de la presencia de Andrés Mateo, un vecino que lo vio salir de casa del sacerdote, y que más tarde sería uno de los testigos clave.
La Guadia Civil acabó deteniendo a Juan Porras, tras reunir suficientes pruebas, pero éste decidió delatar a Antonio Barea. Nadie creyó tal testimonio, pues se tomaba al criado por un buen hombre.
Un día, Antonio Barea vio la imagen de la Virgen de la Fuensanta y algo cambió en su interior. No pudo soportar la serena mirada posada en su ser, y acabó confesando su complicidad en el crimen del sacerdote.
Juan Porras y sus hijos Manuel y Juan fueron condenados a muerte, mientras que su sobrino, Juan Bernal, fue condenado a cadena perpetua, pues confesó voluntariamente, arrepintiéndose de los hechos.

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