Duerme, que viene el coco

viernes, 14 de septiembre de 2018

La industria de la gordura


                             



Prácticamente nadie quiere estar gordo. No están de moda aquellos cuerpos que, entrados en carnes, resultaban hermosos a ojos de nuestros antepasados.

No voy a hablar de obesidad. Dejemos a un lado este término que designa un exceso de peso que resulta perjudicial para la salud.

Voy a referirme a los llamados «un par de kilitos de más», aquellos que no acarrean mayor consecuencia que la estética, y que se traducen en una talla 44 en lugar de una 36, y una L en lugar de una XS.

Una analítica de una persona con este tallaje puede ser absolutamente normal, sin arrojar valores altos en colesterol o en azúcar. Pero a ojos de los demás esa persona está rellenita, le sobran unos kilos, estaría mejor si adelgazara un poco e incluso en el caso de las mujeres se les llega a preguntar para cuándo esperan el retoño…

Pues, a pesar de las críticas que puedan recibirse por ese peso, genera dinero. Y bastante.

La existencia de los «gorditos», no siempre acompañados del adjetivo felices, mueve a su alrededor cantidad de negocios cuya realidad depende de ellos.

La lista es bastante amplia. Por un lado, tenemos las tiendas de tallas especiales, cuyo tallaje parte de una 44 precisamente, pues una persona que use esta medida tiene serias dificultades para encontrar ropa en una «tienda de tallas normales». ¡Y lo feliz que hace poder encontrar ropa sin tener que embutírtela mientras sudas en un estrecho cubículo rodeado de espejos!

La comida light es otro de los negocios que pululan alrededor de los que desean perder peso o mantenerlo. Sin embargo, hay que leer con detenimiento las etiquetas nutricionales, pues la mayoría de las veces ni hay tanta diferencia ni es tan ligero como nos la pintan. La única diferencia está en el precio, más alto, y en la cantidad, que sí suele ser más ligera. Quizás por esa razón se denomine light. ¡A saber!

Hablando de la comida, no pueden faltar en la lista los libros para adelgazar siguiendo mil y una dietas saludables que te ayudan a perder peso comiendo de todo, sin darte cuenta, sin pasar hambre… Vamos, que te compras el libro y adelgazas algo seguro…generalmente el bolsillo.

¿Y qué me decís de los medicamentos milagrosos? Te tomas un comprimido y puedes comer lo que quieras, teniendo en cuenta que, gracias a esa píldora mágica, absorberás menos grasas. ¡Hala! Ponte a contar el porcentaje a ver qué cantidad de patatas fritas puede comer sin sentirte culpable.

Los cirujanos plásticos, gran negocio. Te encogen el estómago y lo reducen a un tamaño tal que te será imposible desahogarte en plan americano con una tarrina de helado y una cuchara cuando tengas un día malo, a riesgo de que se descosa tu buche.

Los centros de estética también prometen hacerte reducir unos centímetros de cintura, envolviéndote en no sé qué y metiéndote en tal máquina.

Por último, me ha resultado curioso un ritual de curandería brasileña para bajar la incómoda tripita, recitando lo siguiente:

                                      Fuera barriga

                                      Aunque seas mía,

                                      Un poco de noche

                                      Otro poco de día.

En fin, que sin gorditos el mundo no sería igual. Y muchos chistes dejarían de tener gracia.

« - Oye, dile a tu hermana que no está gorda, que sólo es talla "L" fante...»


martes, 6 de febrero de 2018

LA SAETA


Cuenta la leyenda
que en Málaga nació la saeta,
cuando una pobre madre morisca
a su hijo desde el balcón despedía,
llevado preso en cortejo por el Santo Oficio,
próximo a ajusticiar por blasfemo.
Destrozada por el dolor
la angustiada madre intentó abrazarle
sacando los brazos por las rejas
de la antigua calle de Granada.
A sus labios asomó una hermosa copla,
dedicada a aquel a quien dio la vida,
que con pena se despedía
de este mundo de dolores.
Al instante paró el séquito,
asombrado ante tal suceso,
que con el paso del tiempo
se convirtió en un acervo.
Rocío Ramírez Gámez©
Basado en una leyenda.

jueves, 18 de enero de 2018

La ciudad del descanso eterno

En uno de mis habituales paseos por Almería, mi ciudad adoptiva, he acabado visitando un espacio que, por norma, no es lugar placentero: el Cementerio de San José, fundado en el año 1867.
Mis inquietos pies me llevaron hasta allí obedeciendo al impulso de la vista de tan maravilloso portada, que hacía tiempo había llamado mi atención.
Atravesando el pasillo central, al fondo y a la izquierda se llega al cementerio primigenio, un tanto abandonado, pero no por ello menos digno de visitar.
Pero mi sorpresa fue mayúscula al entrar en la zona donde se alzan unos majestuosos mausoleos, unas bellas construcciones edificadas en plena corriente romántica.
Por unos momentos, mi mente viajó a aquella época, lejos del ruido de escandalosos motores, del nuevo apéndice que continuamente tenemos entre las manos y no deja de sonar, lejos de todo.
De pronto, sentí que no estaba sola. Me estaban observando.
Giré la cabeza para encontrarme de frente con la altanera mirada de un curioso guardián: un felino anaranjado me contemplaba con desdén.
Decidí regresar, y quizás no me crean, pero al entrar en la parte nueva del cementerio volví a oír los sonidos que nos acompañan a diario.
Para mi sorpresa, mi peculiar centinela aguardaba a un lado del pasillo central.





El Gusano de Luz

Salvador Rueda, nacido en la aldea de Benaque, municipio malagueño de Macharaviaya, fue un poeta y periodista hijo de jornaleros. Su formación fue autodidacta.
Entre sus obras destaca La cópula, una novela erótica, así como multitud de relatos costumbristas (El patio andaluz, La reja...)
En 1889 publicó El Gusano de Luz, novela en la que narra el romance ocurrido entre Concha, una muchacha de 15 años, y Sebastián, su tío carnal, un cortijero de 50 años.
A lo largo de la obra pueden observarse las costumbres de la época en el ámbito rural, como el amasijo del pan.
Salvador Rueda no fue el único autor que reflejó relaciones amorosas entre personas de diferente edad, dándole la mayoría de éstos un tratamiento diferente a dichas relaciones a las que consideraban antinaturales.
Sin embargo, la originalidad de este autor estriba en el desenlace que ofrece: hay una correspondencia en ese amor, no es un sentimiento unilateral por parte de uno solo de ellos, sino que los sentimientos del tío Sebastián son los mismos que siente Concha, su sobrina. 
Sin duda, una buena, aunque tristemente olvidada, obra.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

El río


Abrí los ojos despacio, y me incorporé lentamente. Sólo se oía el sonido acompasado del agua al caer en la pequeña fuente donde saciábamos nuestra sed, con una desconchada jarra que colgaba de un clavo oxidado, remachado por mi abuelo hacía años.

Al sonido del agua acompañaba el croar de las ranas en las charcas, cantando a la vida, como el trinar de los gorriones, y algún que otro zumbido de un despistado abejorro.

Bostecé con la boca bien abierta, a punto de desencajarse de mi mandíbula, acompañado de un buen estirón de mis brazos.

Comprobé, asombrada, que no llevaba puesta mi camiseta de Naranjito, la del Mundial del 82, que mi madre me había comprado en el barato. Tampoco llevaba los pantalones cortos celestes, con las rayas blancas a los lados. Llevaba un vestido blanco, hasta los tobillos, pero ligero, muy ligero.

Entonces las vi. Al lado del río, en sus banquetas plegables de plástico y nilón de rayas blancas y azules, como siempre, como cada ansiado sábado en que íbamos a la huerta.

Mi tía hacía punto, a pesar de ser verano. Empezaba su labor, que cuando estaba casi acabada, volvía a ser lana desbaratada por sus nerviosas manos, y vuelta a empezar, porque cambiaba de opinión y ya no quería terminar aquella idea que poco antes tenía en mente.

Hablaba con mi abuela, sin apartar la mirada de las agujas. Hablaban y yo no las oía. Las llamé fuerte, bien fuerte, pero no me oían.

Me acerqué a ellas, sobresaltando a un par de ranas que saltaron raudas a la corriente. A mí no me engañaban las ranitas. Ya sabía yo su truco, porque lo tenían. No llegaban al centro del río. Se quedaban acechando bajo una piedra, mirando atentas con sus ojillos saltones, esperando a que me alejara para volver a su roca a tomar el sol, a la espera de una libélula despistada que llevarse a la boca.

Al lado de mi abuela estaba la cesta con la merienda. Salchichón De la Rosa, pan de pueblo y una tableta de chocolate Valor, nuestra merienda favorita, la que tanto anhelábamos mis hermanas y yo.

Las dos callaron, y me miraron con ternura. ¡Quise decirles tantas cosas! Que las echaba de menos, que las quería muchísimo, que quería tenerlas de nuevo conmigo.

Pero las palabras no salían de mi boca. Rendida, me arrodillé y posé mi cabeza en el regazo de mi abuela. Sus blancas manos me acariciaron los cabellos, y cerré los ojos llena de amor por aquellas dos mujeres que tanto me habían dado. 

Mis temores, mis penas y mi desasosiego se esfumaron. Huyeron espantados por el amor que me envolvía, porque ya no tenían nada que hacer, porque yo no tenía nada que temer.

Imagen de i-sierradelasnieves.com

martes, 14 de noviembre de 2017

Ojos tristes


Todas las mañanas llegaba a la misma hora. Se sentaba en su rincón de siempre, una mesa que cojeaba acompañada de dos sillas descascarilladas, y pedía su café con leche. A veces lo acompañaba con media tostada con mantequilla, y esos días él sabía que algo no iba bien. Lo sentía en cada desalentado bocado, en el brillo húmedo de sus ojos tristes.

Siempre sola, sin más compañía que su propio ser. Nunca la había visto con otras de las madres que llegaban, saturadas de maquillaje, peinadas perfectamente y dispuestas a arreglar el mundo que las rodeaba con sus comentarios, cigarro tras cigarro, risas desdeñables, miradas frías.

Ella no. Permanecía sola en su rincón, mirando al vacío, vestida de cualquier manera sin respetar las combinaciones cromáticas, a veces incluso despeinada y con rayas en el pelo que delataban la falta de tintura.

Sus ojos, libres de todo pigmento, rodeados las más de las veces de un color purpúreo provocado por la falta de sueño, miraban a un punto, fijos en algo que sólo ella podía ver, algo situado en otra dimensión.

La veía pasar con dos niños, minutos antes de las nueve de la mañana, siempre con prisas, para reaparecer lánguida en la cafetería y dirigirse a su rincón, como si el mundo no fuera con ella.

Y él la atendía como cada mañana, preguntando aún sabiendo la respuesta, qué deseaba tomar, encontrándose la misma contestación a diario.

¡Deseaba tanto acunarla en sus brazos, decirle que todo saldría bien! Y ni siquiera sabía qué iba mal.

Un día no apareció. Tampoco al siguiente, ni al otro. Podría haber sido por cualquier cosa. Podría haberlo achacado a la enfermedad de alguno de los chiquillos que a diario llevaba al colegio.

No lo hizo. Supo entonces que no la volvería a ver.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Vivimos...


Vivimos en un mundo donde nos podemos permitir ser veganos o vegetarianos. Las leches de soja o de almendras, libres de contenido animal, llenan las estanterías de los supermercados, junto a las hamburguesas de tofu o las salchichas de seitán.

Tenemos esa opción, cuando no hace mucho nuestros abuelos pasaron una época en la que comían hasta gato si no encontraban otra cosa.

Vivimos en un mundo en el que la leche ahora es más sana si es desnatada, sin esa nata amarilla que la cubría cuando nuestras madres la hervían, directamente compradas en la vaquería.

Nos permitimos elegir entre mil y un yogures que nos ayudan a ir al baño, a tener más calcio en los huesos e incluso a que nuestros bebés crezcan sanos y fuertes por un «módico» precio. ¡Incluso el colesterol se sana con una botellita al día de un líquido mágico! Y existe otra que te eleva las defensas. Además, tenemos «delicatessen» curiosas, como las hoy llamadas patatas de guarnición, que antes se les echaba a los marranos para comer.

Vivimos en un mundo en el que es más importante cuántos «me gusta» obtenemos antes que recibir un educado «buenos días». Un mundo en el que preferimos ir a un centro comercial antes que a un negocio pequeño para no tener que hablar más que lo imprescindible con el dependiente, y en el que raramente encontrarías un delantal a cuadros sencillamente porque ya no los venden.

Un mundo en el que los perros visten ya mejor que sus dueños, mientras que los gatos comen delicias de rape y gambas.

Un mundo en el que las comidas son cocinadas con prisas, sin el cariño del fogón, y a veces incluso salen de cartones que se calientan en cinco minutos en los microondas.

Los coches, más seguros ahora, no evitan que sin embargo haya más muertes que antes ocasionadas por el loco tráfico al que nos exponemos.

Vivimos diferente, igual que morimos diferente, pues ya ni velar a los difuntos está en boga. Se cierran las puertas de la sala, escasos son los velorios.