Duerme, que viene el coco

martes, 14 de noviembre de 2017

Ojos tristes


Todas las mañanas llegaba a la misma hora. Se sentaba en su rincón de siempre, una mesa que cojeaba acompañada de dos sillas descascarilladas, y pedía su café con leche. A veces lo acompañaba con media tostada con mantequilla, y esos días él sabía que algo no iba bien. Lo sentía en cada desalentado bocado, en el brillo húmedo de sus ojos tristes.

Siempre sola, sin más compañía que su propio ser. Nunca la había visto con otras de las madres que llegaban, saturadas de maquillaje, peinadas perfectamente y dispuestas a arreglar el mundo que las rodeaba con sus comentarios, cigarro tras cigarro, risas desdeñables, miradas frías.

Ella no. Permanecía sola en su rincón, mirando al vacío, vestida de cualquier manera sin respetar las combinaciones cromáticas, a veces incluso despeinada y con rayas en el pelo que delataban la falta de tintura.

Sus ojos, libres de todo pigmento, rodeados las más de las veces de un color purpúreo provocado por la falta de sueño, miraban a un punto, fijos en algo que sólo ella podía ver, algo situado en otra dimensión.

La veía pasar con dos niños, minutos antes de las nueve de la mañana, siempre con prisas, para reaparecer lánguida en la cafetería y dirigirse a su rincón, como si el mundo no fuera con ella.

Y él la atendía como cada mañana, preguntando aún sabiendo la respuesta, qué deseaba tomar, encontrándose la misma contestación a diario.

¡Deseaba tanto acunarla en sus brazos, decirle que todo saldría bien! Y ni siquiera sabía qué iba mal.

Un día no apareció. Tampoco al siguiente, ni al otro. Podría haber sido por cualquier cosa. Podría haberlo achacado a la enfermedad de alguno de los chiquillos que a diario llevaba al colegio.

No lo hizo. Supo entonces que no la volvería a ver.

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