Duerme, que viene el coco

miércoles, 15 de noviembre de 2017

El río


Abrí los ojos despacio, y me incorporé lentamente. Sólo se oía el sonido acompasado del agua al caer en la pequeña fuente donde saciábamos nuestra sed, con una desconchada jarra que colgaba de un clavo oxidado, remachado por mi abuelo hacía años.

Al sonido del agua acompañaba el croar de las ranas en las charcas, cantando a la vida, como el trinar de los gorriones, y algún que otro zumbido de un despistado abejorro.

Bostecé con la boca bien abierta, a punto de desencajarse de mi mandíbula, acompañado de un buen estirón de mis brazos.

Comprobé, asombrada, que no llevaba puesta mi camiseta de Naranjito, la del Mundial del 82, que mi madre me había comprado en el barato. Tampoco llevaba los pantalones cortos celestes, con las rayas blancas a los lados. Llevaba un vestido blanco, hasta los tobillos, pero ligero, muy ligero.

Entonces las vi. Al lado del río, en sus banquetas plegables de plástico y nilón de rayas blancas y azules, como siempre, como cada ansiado sábado en que íbamos a la huerta.

Mi tía hacía punto, a pesar de ser verano. Empezaba su labor, que cuando estaba casi acabada, volvía a ser lana desbaratada por sus nerviosas manos, y vuelta a empezar, porque cambiaba de opinión y ya no quería terminar aquella idea que poco antes tenía en mente.

Hablaba con mi abuela, sin apartar la mirada de las agujas. Hablaban y yo no las oía. Las llamé fuerte, bien fuerte, pero no me oían.

Me acerqué a ellas, sobresaltando a un par de ranas que saltaron raudas a la corriente. A mí no me engañaban las ranitas. Ya sabía yo su truco, porque lo tenían. No llegaban al centro del río. Se quedaban acechando bajo una piedra, mirando atentas con sus ojillos saltones, esperando a que me alejara para volver a su roca a tomar el sol, a la espera de una libélula despistada que llevarse a la boca.

Al lado de mi abuela estaba la cesta con la merienda. Salchichón De la Rosa, pan de pueblo y una tableta de chocolate Valor, nuestra merienda favorita, la que tanto anhelábamos mis hermanas y yo.

Las dos callaron, y me miraron con ternura. ¡Quise decirles tantas cosas! Que las echaba de menos, que las quería muchísimo, que quería tenerlas de nuevo conmigo.

Pero las palabras no salían de mi boca. Rendida, me arrodillé y posé mi cabeza en el regazo de mi abuela. Sus blancas manos me acariciaron los cabellos, y cerré los ojos llena de amor por aquellas dos mujeres que tanto me habían dado. 

Mis temores, mis penas y mi desasosiego se esfumaron. Huyeron espantados por el amor que me envolvía, porque ya no tenían nada que hacer, porque yo no tenía nada que temer.

Imagen de i-sierradelasnieves.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario